27 de julio de 2016

TOÑY

¿Sabes, Toñy? A pesar de los muchos años que han pasado sin verte, aún recuerdo muy bien tu voz. 
Me basta con cerrar los ojos para oirte hablar y aún consigo ver tu limpia mirada y esa sonrisa entre tímida y divertida que iluminaba tu cara.

Cómo me acuerdo de aquellas visitas en verano, de aquellos trayectos con tantas curvas que la impaciencia por llegar nos hacía larguísimos. Del momento en el que el autobús entraba por fin al pueblo y paraba justo delante de tu casa, e inmediatamente mirábamos a tu balcón esperando verte asomar. Y el corazón nos latía deprisa, por la emoción y la alegría de volver a ver a nuestras amigas.

Como si de ayer mismo se tratara, veo cómo nos hacíamos fotos en las fuentes de La Toba, o tomábamos una Coca Cola en el Avenida , o dábamos paseos sin rumbo por el pueblo... ¿Recuerdas aquella vez que entramos en tu casa y pusiste el tocadiscos? Me acuerdo que sonó el Words, de F.R David y Souvenir, de OMD, que siempre fueron los temas que identificaron a nuestra pandilla.
La nostalgia me inunda cada vez que escucho esas canciones de nuevo.

Qué sencilla era la vida entonces...

A veces me parece mentira que el tiempo no haya diluído nuestra amistad. Sin duda, aquellos años de adolescencia calaron muy hondo en todos nosotros y los recuerdos que tenemos siguen siendo tan dulces y tan de verdad como era todo entonces.
Había tanta alegría al vernos... Y también algunas lágrimas al despedirnos...

La adolescencia quedó atrás y cada cual siguió su vida. Los años han ido pasando muy deprisa, tan deprisa que hoy nos parece mentira que hayan sido tantos. Pero ¿no sientes que jamás dejamos de ser amigos, que aquellos jóvenes de entonces se hicieron adultos pero no del todo y que el cariño nunca menguó?

Tres décadas después, pensé que teníamos que volver a reurnirnos y se me ocurrió crear un grupo de whatsapp en el que estuviéramos todos. Gloria y Adela me dieron los teléfonos que yo no tenía, y de nuevo, como por arte de magia, estábamos comunicados en “AYNA: EL REENCUENTRO”.

Me alegró muchísimo saludarte otra vez, y me dijiste que tenías una hija de tres años. 
“Es mi mayor tesoro”, escribías.
Qué buena idea has tenido – me decías – Esto del reencuentro me parece muy bonito, pero creo que de momento no me siento preparada”

Ahora comprendo por qué lo decías.

Hace poco más de un mes, hojeando un libro, encontré una pegatina que hiciste para mí. Decía JUAN con colores muy vivos. La fotografié y te la mostré. Poco después me enviabas tú la foto de un naipe repleto de frases mias. Me hizo mucha gracia que los dos
conserváramos aquellos detalles tan sencillos pero tan llenos de valor para nosotros.

"Aún guardo todas tus cartas", te dije.
"¡Y yo las tuyas! Las tengo en el pueblo. Cuando vaya las revisaré"

Lo que no te dije es que las tengo ordenadas por fechas y encuadernadas.
Y hoy las veo y no soy capaz de releerlas porque me cuesta mucho aceptar que ya no estés con nosotros.

Yo no sabía que estabas enferma. Ninguno lo sabíamos porque a nadie se lo dijiste. Imagino que no querías que ningún amigo sufriera por ti, y eso dice mucho de la persona prudente, sencilla y discreta que siempre has sido.

Hoy estoy muy triste, Toñy, pero te prometo que no durará mucho. Ya sabes que soy una persona positiva y voy a transformar mi dolor en un cariño imperecedero. Además, estoy convencido de que tú vas a conseguir que aquella pandilla de entonces vuelva a reunirse de nuevo, que conmemoremos y consolidemos nuestra amistad treinta años después. Porque la vida ha pasado, pero con nosotros permanecen los dulces recuerdos de aquellos tiempos de inocencia y felicidad.

Seguramente dabas por hecho que tú no te reunirías con nosotros, pero te equivocabas, Toñy, porque sí que vas a estar. Vas a estar presente y más viva que nunca. Entre todos, junto a todos. 

Y si antes amaba Ayna, a partir de ahora la amaré mucho más, porque vas a estar en ella para siempre.

Y quiero que sepas que tarde o temprano conoceré a tu hija, y sé que al mirarla veré en ella tu mirada y tu sonrisa y podré darte entonces el beso de despedida que no me ha dado tiempo a darte.

Hasta siempre, querida Toñy.
Hasta siempre, amiga mía.


13 de julio de 2016

RECUERDOS DE AYNA (2)

La segunda vez que visitamos Ayna fue en 1981.

Mi hermana tenía entonces casi 7 años y con esa edad ya no hubo trabas para que pudiéramos disfrutar de unos días de vacaciones. De hecho fue capaz de algo que me parece de muchísmo mérito para tan corta edad. Luego os lo cuento.

Recuerdo que esa vez nos alojamos en casa de una señora que se llamaba Maruja, que alquilaba habitaciones. Entonces en Ayna no había tanto turismo y no existía el hotel que tiene hoy, ni los hostales ni casas rurales que ahora pueden encontrarse.

Una vez instalados salimos a dar una vuelta.
Las impresiones que siempre me ha despertado este pueblo al recorrerlo se me hacen difíciles de describir, tal es la cantidad de plácidas sensaciones que me embargan.

Me basta con cerrar los ojos...
...y levanto de nuevo la cabeza para descubrir un cielo luminoso entre la penumbra de sus callejuelas, con los aleros de antiguas tejas recortados en el intenso azul.
Un pueblo sumamente tranquilo rodeado de montañas pobladas de frondosos pinos, destacando la mole que surge desde el valle: los Picarzos.

Los Picarzos es una obra de arte de la Naturaleza. Sus acantilados y picos parecen estar allí para extasiar a todo el que los contemple, pues varían tanto conforme la luz del sol los sobrepasa que parecen un macizo distinto cada vez, como un guardían de piedra que se transformara con el paso de las horas.
Su cumbre está rematada por escarpadas rocas que forman pequeños y grandes torreones. A mí siempre me han recordado a las filigranas que de niños construimos en la playa, cuando dejamos escurrir del puño el agua y la arena sobre nuestros castillos..

Y a los mismos pies de esa mole pasa sereno el río Mundo, entre altas cañas y extensas raíces. Es un gozo contemplar sus recodos de agua cristalina y escuchar su discurrir sonoro sobre cantos rodados, esa sinfonía que se vuelve más alegre en los saltos o al atravesar los ojos de los puentes de piedra.

Entre el pueblo en lo alto y el río en lo hondo, el extenso huerto en escalones a la sombra de higueras y nogales. Se puede recorrer por caminos empedrados en los que abundan las chumberas, y huele a humedad y abunda el verdor. Y cuando el sol aprieta, la tierra desprende densos aromas de fertilidad.

Es en este “Mundo de agua” donde empieza la aventura que voy a contar y que sigue siendo hoy uno de los mejores recuerdos de mi juventud y la de mis hermanos.

Hacía mucho calor y bajamos a refrescarnos al río. Buscando el mejor lugar donde poder bañarnos empezamos a caminar desde dentro. El agua estaba fría como el hielo pero uno terminaba acostumbrándose después de un buen rato en remojo.
Como avanzar entre tantas piedras era complicado y hacia daño en la planta de los pies, mi madre nos permitió que nos pusiéramos las sandalias, que no eran en absoluto apropiadas para la ocasión, pero, una vez más, ella prefirió ser práctica y que disfrutáramos.

Entonces mi padre, aventurero por excelencia, propuso que siguiéramos adelante. Y así fue como una pareja con cuatro hijos comenzaron a adentrarse en el río Mundo.

En muchos de los tramos el agua llegaba por las rodillas, pero había ciertas zonas en las que la profundidad era mayor y se podía nadar, y también aparecía alguna poza en la que era posible bucear incluso.
Recuerdo que mi hermano Tomás y yo ahuyentábamos primero a todos aquellos grupos de chinches que flotaban en las aguas más tranquilas y que al acercarnos eran capaces de saltar sobre la superficie sin hundirse.
Los paisajes iban cambiando conforme avanzábamos, haciendo de aquella excursión una aventura asombrosa.

Alguna rama enorme caída sobre el río que había que sortear, túneles de vegetación en los que apenas entraba el sol, grandes mantos de ova verde meciéndose en la corriente que hacian cosquillas al pasar, una roca lisa que parecia el caparazón de una tortuga gigante, selvas de cañizo de las que surgían alborotados ruidos que siempre nos sobrecogían y disparaban nuestra imaginación...
Y ese encantador rumor del agua acompañando siempre.

Vimos multitud de peces, algunos muy grandes. Ranas y sapos que desde algún saliente saltaban a esconderse en el fondo cuando nos oían llegar. Multitud de libélulas de vivos colores que besaban la superficie del agua y se perdían entre la fronda. Incluso una culebra de agua que a todos nos dio repelús.

Después de mucho caminar, nos adentramos en un tramo umbrío flanqueado por altas choperas. De repente apareció un grupo de casas muy viejas próximas a la orilla.
Un hombre joven que estaba trabajando en la huerta se quedó asombrado al ver llegar por el río a una “familia acuática”

- Buenos días – saludó mi padre
- Buenos días – le respondió - ¿de dónde vienen ustedes?
- De Ayna
- ¿Por el río?
- Así es.
- Pues llevarán más de una hora andando, ¿no?
- Seguramente, aunque no sé ni la hora que es.

Su mujer escuchó voces y salió a saludarnos.

Si para nosotros llegar hasta allí había sido una gran aventura, lo que nos contó aquella pareja era otra aún mayor.

Eran de Madrid y tan quemados estaban de su trabajo como profesores y de su estrés de vida en la ciudad que habían querido dar un cambio radical a su existencia. Decidieron abandonarlo todo para marcharse con su pequeño hijo a vivir un lugar perdido.
Y lo encontraron.

Aquella aldea se llamaba (y se llama) Alcadima y en aquel entonces ya llevaba algunos años abandonada. Ocuparon una de sus casas, cultivaron una huerta, compraron gallo y gallinas y ahora vivían en total armonía con la Naturaleza.
Nos contaron que su idea era instruir a su hijo ellos mismos conforme creciera.

El hombre nos enseñó su querido pueblo.
Nos divirtió comprobar que se había dedicado a nombrar cada casa escribiendo en una tabla el servicio que desempeñaba. Había así un “JUZGADO”, un “COLEGIO”, una “FARMACIA”... Y la tabla que había colocado en el corral decía “AYUNTAMIENTO”.

- Sí, - nos explicaba divertido – ahí está el señor alcalde (el gallo) y los concejales (las gallinas)

Después de la visita a aquel reino de solo tres súbditos, volvimos a Ayna, piernas en remojo de nuevo, remontando otra vez lo andado.
Y todo esto con Fran y Ana, siete y ocho años respectivamente, que aguantaron como jabatos.

Imaginad cómo se nos despertó el apetito aquel día. Y lo bien que comimos en Casa Segunda, en aquella redonda terraza que asoma a la huerta, al río y a los Picarzos que todo lo vigilan.
Con aquellas ensaladas de pepino, tomate y cebolla de un sabor inigualable, y su cordero a la brasa, y sus patatas al montón y sus huevos fritos...

Para comer y cenar íbamos siempre allí. Tengo grabados en la memoria el aroma a macetas regadas al atardecer y el majestuoso aspecto de las montañas cuando se escondía el sol.
Segunda cocinaba y su hija Adelita, un bombón de chiquilla de 12 años, ayudaba a servir las mesas.

Entonces mi hermano Tomás y yo no imaginábamos lo muy amigos que nos haríamos de Adelita y, poco después, de todas sus amigas. 
Ni lo mucho que duraría esa amistad.

(CONTINUARÁ)



Nota 1: No recuerdo los nombres de aquella pareja de Alcadima, aunque hoy sé que ya no viven allí, por lo que es un lugar completamente abandonado.
Para saber más de Alcadima: AQUÍ

Nota 2: Lo que son las cosas, volví a saber de aquella mujer algunos años después, pues tendría un corto papel en una película. Pero de eso ya hablaré en su momento.